Un añito en el infierno

Thursday, July 06, 2006

Volar

Hace aproximadamente 15 años, una calurosa tarde de verano, el lechón estaba a punto de afrontar una experiencia que cambiaría por completo su forma de ver el mundo. Yo era un pipiolo, por entonces todavía muy enmadrado, a punto de salir de casa por primera vez y conocer el mundo, un país extranjero de color verde, donde las red beans pueden acompañar cualquier comida del DIA. Tarjeta de embarque en mano, sin saber muy bien que hacer con ella, me dirigí al autobús que me acercaría a aquel pájaro alargado que tanto deseaba conocer y sentir. Blanco y reluciente, con líneas anaranjadas horizontales, motores rolls royce (la cosa promete cuando ves ese nombre, pensé yo).

Me senté en la ventana a esperar, a ver que pasa ahora. A mí alrededor había muchos pimpollos llorones echando de menos a sus papas, yo habría hecho lo mismo, de no ser porque estaba demasiado centrado en el momento que se avecinaba. Se cerraron las puertas, abrochamos los cinturones, y unas guapas señoritas empezaron a enredar con los chalecos amarillos. Por entonces si se hacia una demostración de verdad, aquello era soplar la boquilla...
Y entonces el ruido se hizo más intenso, sentí como una fuerza superior me impulsaba contra el respaldo del asiento, los edificios pasaban a gran velocidad junto a la ventana hasta que el horizonte dejó de ser horizontal y allí estaba yo, volando. Era cierto, los aviones vuelan. Con 12 años uno todavía no se cree todas las leyes de la física, ni tiene la más remota idea de aerodinámica, densidad del aire, resistencia, rozamiento y tantos otros concetos, muy útiles en la práctica pero que en general solo sirven para complicar el bachillerato a la mayoría de los mortales que no llevamos gafas gruesas ni nacimos con la camisa de manga corta y los bolis en el bolsillo superior izquierdo.

Tras la alucinante experiencia del despegue uno descubre que las piernas pesan excesivamente y se abstiene de levantarse. Luego las guapas señoritas te sirven una bandeja llena de guarradillas y una tarrina recién ultracalentada lista para chamuscar las manos al mas atrevido del pasaje. La comida del avión entonces resultaba muy llamativa. ¿Cómo se pueden meter tantos ingredientes en un espacio tan pequeño? ¿De que animal provienen los filetes de color verde? Por no hablar del sorpresón al pedir una coca-cola y recibir una latita de tamaño sorbo-y-medio, de las que cuando las enseñabas a tus amiguetes de vuelta a casa te miraban preguntándose de donde habías sacado esa marcianada.

Los tiempos cambian, en la actualidad cuando uno vuela por placer y en distancias cortas casi todo es de pago, hasta las sonrisas de las señoritas, que por cierto, en Iberia nunca fueron simpáticas.
Eso si, las turbulencias siguen siendo gratis, incluidas en el precio del billete, y sin aviso previo. Es curioso, el 90% de las que he tenido el placer de disfrutar se produjeron antes de que se encendiera la señal de “abróchense los cinturones”. Solo recuerdo una vez que el amable piloto de SABENA las anunció incluso antes de despegar. El pajarito atravesó una tormenta en plena senda de ascenso mientras las azafatas se esforzaban en mantener a los aterrados pasajeros en sus asientos, y estos luchaban por apuntar dentro de la bolsita, a todas luces insuficientes para las nauseas que producía semejante montaña rusa. Afortunadamente yo había desayunado prontito esa mañana y me planteé el tema como un viaje en la montaña rusa, levantando los brazos, soltando algún que otro improperio y observando la cara de la monjita del asiento de al lado, que en los dos primeros botes censuraba mis palabras y estoy seguro que acabó suscribiéndolas.Such A Bad Experience Never Again. Les aseguro que repetí gustosamente.

Afortunadamente no todo son estrécheces y restricciones en los viajes del blogger. Cuando me da por disfrutar 12 horas en un cilindro de metal me preocupo de pagar un poco más y escoger una compañía en la que las señoritas no solo sonríen sino que además son guapas, te dan conversación en el galley, y se preocupan de que te sientas como en casa, tanto que hasta te traen el gintonic y los cacahuetes al sillón para que no te pierdas nada de la película que tanto te ha costado seleccionar entre una oferta de 500.
Volando el mundo se hace más pequeño, los pájaros de metal ponen a nuestro alcance lugares remotos, costumbres distintas, sueños por realizar. A estas alturas ya debe notarse, llevo un mes sin subir a un avión, tengo mono, necesito sentirlo de nuevo, quiero volver a descubrir el mundo. El proyecto Down Under sigue en pie, aunque deba aplazarlo por cuestiones estratégico-familiares.

Me encanta volar, es cierto, de hecho la peor noticia que me puedes dar es que ya hemos aterrizado, para mí eso significa que la fiesta se ha terminado.

1 Comments:

Blogger Aída said...

Me tendrás que explicar un día cómo se consigue eso de disfrutar un vuelo, porque yo por más vueltas que he dado no he conseguido perder el miedo a volar en avión.

8:59 AM  

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